En su primer día al frente de la Casa Blanca, Donald Trump prometió que Estados Unidos sería “más grande, más fuerte y más excepcional que nunca antes”. Su advertencia, de acuerdo con los ideales republicanos, no se quedó corta. Después de seis meses sentado en el Despacho Oval, ha forzado al máximo la maquinaria del Estado para ajustarla a sus deseos mesiánicos y, para ello, ha hecho caer a cualquiera que lo desafiara, incluyendo a quien le catapultó hasta la presidencia y que durante meses fue su mano derecha. Con o sin Elon Musk en Washington, la nueva Administración ha proseguido con lo prometido: recortes, deportaciones y aranceles. Pero lo que se le resiste es uno de sus pronósticos más optimistas de la campaña. Aseguró que acabaría con los conflictos en sus primeras 24 horas. Tras tomar posesión, cambió la fecha a 100 días, y, medio año después, la paz, tanto en Gaza como en Ucrania, sigue sin llegar.
Trump ha intentado consolidar su papel como mediador internacional, pero sus decisiones le alejan cada vez más de este codiciado título. Para garantizar la estabilidad en Oriente Próximo se ha posicionado del lado de Israel, su gran protegido, abriendo nuevas vías de estrecha colaboración para el gobierno de Benjamín Netanyahu, que en los últimos meses de Biden vio comprometida su relación con Estados Unidos. En su primer mandato, Trump llevó a cabo políticas sólidamente proisraelíes: reconoció Jerusalén como capital, trasladó allí su embajada y aceptó la anexión de los altos del Golán sirios. Las acciones de su segunda presidencia han seguido la misma línea. A los pocos días de tomar posesión, propuso deportar forzadamente a los dos millones de personas que viven en Gaza para crear allí un resort.
Los meses siguieron y la incapacidad de Trump de sentar en la mesa de negociación al Gobierno de Netanyahu y a la cúpula de Hamás se hizo cada vez más evidente. Mientras los rumores sobre una posible tregua en la Franja iban y venían, el asedio sobre el enclave aumentó, elevando la cifra de muertos a más de 58.500. La agresión no se limitó a Palestina. El primer ministro israelí, que ya ha visitado Estados Unidos hasta en tres ocasiones en solo seis meses, consiguió que Trump se implicara en una nueva guerra. El 22 de junio, misiles estadounidenses impactaron contra las tres principales instalaciones del programa nuclear iraní. Pero en junio, las bombas norteamericanas no solo cayeron sobre suelo persa, sino que, en sintonía con la política israelí, Trump atacó Yemen en marzo y en abril.
Al norte del Cáucaso la situación es prácticamente igual. Hasta el momento, Trump no ha conseguido que la paz llegue a Ucrania, ni con las negociaciones en Estambul, ni con sus teatralizadas explosiones de ira en el Despacho Oval. A lo largo de los meses, el magnate ha ido alternando su apoyo entre Putin y Zelenski, sin que ninguno haya cedido a sus exigencias. El mandatario ruso exige que Ucrania renuncie a sus ambiciones en la OTAN y retire sus tropas del territorio reclamado y controlado por Rusia, pero Kiev se niega rotundamente a aceptar las condiciones del Kremlin.
“No quiero decir que es un asesino, pero es un tipo duro”, dijo el pasado lunes sobre el líder ruso, al que acusa de engañar a todos sus predecesores, desde Clinton hasta Biden. En su último intento desesperado por alcanzar la paz, ha recurrido a la fórmula habitual de la amenaza. Aranceles al 100% y secundarios, lo que significa que no solo lo sufrirá la parte rusa, sino también terceros países, ya que actualmente el comercio entre Moscú y Washington es prácticamente inexistente.
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